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INGRÁVIDO: MEMORIAS TURÍSTICAS

Trenes

Trenes

Prefiero empezar con trenes: puros, amables, alegoría del viaje.

El tren de mi memoria es verde, vestusto, armado por metales orgánicos. Es el cuerno de humo, el grito antropófago al toparse con un transeúnte. Una entidad mitológica, viva, que imitaba en su aullido lo ignoto de lo que entonces empezaba: esto, mi existencia. Cada día seducía a mis padres, bajo la súplica y el llanto, para que me condujeran a ese cruce de caminos en Tárrega. Hacia un sublime encuentro que, años después, un estúpido capellán (a los 10 años fui enviado al Opus Dei, y se jodieron los trenes) definiría como la mística. Quizás de ahí venga mi compulsión por viajar (toda pulsión es un mensaje, y un código de huida), y por lo tanto es génesis de la memoria turística que aquí describo.

Desde entonces, odio los trenes. No los soporto. Y admito, con la boca pequeña, que los unicornios de humeante cuerno no existen. Extinguidos por el hombre blanco. En la fosa común de indios y bisontes. No sé si echarle la culpa de esta desaparición al Opus o a mi razón errática. Importa poco, ninguno de los dos merece compasión.

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